viernes, 3 de julio de 2009

Nostalgia asesina

Hace unos días entramos en una tienda de asiáticos. Era domingo, nos hacía falta leche y nos apetecían patatas fritas. Digo asiáticos porque Mi Santo dice que son chinos pero yo sé que son coreanos. El responsable dice llamarse Michael así que por ahí no sacamos nada y seguimos con la incógnita.

Al pasar por delante de la nevera de los helados a los dos se nos iluminó la cara: ¡Flashes! Esa deliciosa y fresquita golosina. Y nos compramos un montón. De fresa, de cocacola y de mora. Y eran de los grandes, eh? De los de 50 pesetas.

Ayer por la tarde me acordé de que estaban en el congelador y cogí uno de fresa. Lo bueno de tomarlo en casa es que puedes coger unas tijeras para abrirlo y no jugarte las piezas dentales. También viene muy bien recortar esos bordes asesinos que te dejaban la sonrisa del payaso.

Ahí estaba yo con mi flash de fresa. Chupeteando y masticando ese hielo envuelto en plástico y recordando la de ellos que me había zampado con los amigüitos en el banco que había en frente del puesto de Frigo de mi barrio. Enseguida dominé la técnica del ascenso y del descenso, y no se me cayó ni un poquito. La peor parte es comerse el hielo cuando ya se ha quedado blanco después de absorber toda su sustancia, pero se hace con resignación porque al final llega el premio: ese líquido empalagoso y pegajoso que te provoca hiperglucemia instantánea y que veas chiribitas. Es como el “freshisuis” 100% sirope que se toman Bart y Milhouse y que hace que tengan alucinaciones.

Y, en ese preciso momento, fue cuando la nostalgia casi me mata.

Me disponía a extraer todo el ansiado liquidillo con la técnica clásica. Un extremo del plástico (el que está abierto para más señas) en la boca, la mano izquierda sujeta el otro extremo y lo eleva ligeramente por encima del nivel de la boca y los dedos índice y corazón de la mano derecha hacen pinza sobre el plástico para evacuar del mismo el preciado tesoro.

No conté con que, aparte de glucosa de color rosa, el plástico también contenía mucho aire. Ambas cosas fueron introducidas bajo presión en mi boca. Mi epiglotis enloqueció. No sabía si respirar el aire y tragar el líquido o al revés. Resultado: atragantamiento descomunal. Intenté mantener la compostura pero fue imposible. Me sobrevino una tos de orco brutal que me hizo abrir la boca y regar por aspersión mi salón. A la tos compulsiva que duró unos dos minutos se le unieron un par de sonoros eructos porque, no sé si había comentado que tragué mucho aire.

Cuando se estabilizaron mis constantes vitales pude contemplar el espectáculo. Hasta Dexter habría flipado con mi salón. ¿Había dicho ya que el flash era de fresa?

Si es que hasta para esto estamos ya mayores.

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