martes, 1 de septiembre de 2009

La culpa

La culpa judeocristiana es algo que todos tenemos más inculcado de lo que creemos. Pero es que hay algunos que tienen razones para sentir culpa independientemente de la religión que la cause.

Este verano me contó una amiga una historia sobre su hermano que versa sobre el tema.

Este chico, al que llamaremos Juan, cuando tenía unos doce años estaba montando en monopatín con unos amigos en el parque que estaba debajo de su casa. Sus amigos no acertaban a explicar qué había pasado cuando, sin razón aparente, se desplomó. Cuando llegaron hasta él, le levantaron y vieron que sangraba abundantemente por la cabeza.

Lo llevaron corriendo a casa y allí le atendió su tío, quien limpió la herida y diagnosticó que se debía haber producido por el golpe que se dio al caer. Juan no conseguía acordarse de lo que había pasado.

Pasaron los años y Juan tuvo que empezar a pasar más tiempo en la mesa de estudio que con el monopatín. Mi amiga define el estudiar de su hermano como ansioso. Dice que hincaba los codos y se tiraba del pelo con las manos y se rascaba la cabeza compulsivamente.

En uno de esos arrebatos culturales una pequeña bola de metal cayó sobre el libro proveniente de su cabeza. A Juan le dio un ataque de pánico y empezó a gritar:

- ¡Me ha salido una bola de la cabeza!

En mitad de la crisis, se tocaba la cabeza tratando de encontrar de dónde había salido aquello. Un pequeño agujero en todo lo alto parecía el origen.

Al oír los gritos, su hermana mayor entró en la habitación y se encontró a Juan un tanto alterado. Juan le enseñó la bolita, le dijo que le había salido de la cabeza y que ahora tenía un agujero en su lugar.

- ¿Tú estás tonto? ¿Cómo te va a salir eso de la cabeza?

A la hermana no le pareció verosímil la historia y decidió pasar al método empírico. Cogió la bolita y comprobó si encajaba en el agujero.

- Anda, ¡pues sí cabe!

Y sí, encajaba a la perfección. Su hermana le había vuelto a incrustar la bolita en el cráneo.

Como era de esperar, esto no amainó la histeria de Juan.

- Pero, ¿estás loca? ¿Qué has hecho? ¡Sácamela! ¡Sácamela!

Cuando algún adulto tomó cartas en el asunto, pudo comprobar que la dichosa bolita parecía un perdigón. Nadie se explicaba cómo el cráneo de Juan se había convertido en una fábrica de munición hasta que alguien recordó el episodio del monopatín.

Así la historia tenía cierta lógica, pero en la familia había algunos escépticos al respecto. Se negaban a admitir que alguno de sus vecinos fuera francotirador o que Juan hubiera hecho algo tan gordo como para que alguien quisiera matarlo antes de los doce años.

El tiempo pasó y Juan alcanzó la edad suficiente para poder entrar a locales nocturnos. Una noche un chico, que sólo le sonaba vagamente, le saludó efusivamente. Era un vecino de casa de sus padres al que hacía muchísimos años que no veía. De pequeños eran amigos pero luego dejaron de verse.

El chico se comportaba de manera extraña y no dejaba de invitarle a copas. Cuando ya iban por la cuarta, el vecino dejó de hablar de repente y miró a Juan fijamente:

- Mira, ya no puedo guardar esto más tiempo... tengo que decírtelo.

Juan, como es normal, esperaba una salida del armario seguida de una incómoda declaración de amor.

- Yo te disparé.

A Juan se le cayó el vaso de la mano de la impresión.

El vecino le explicó que aquel día le habían regalado una escopeta de perdigones y le pareció buena idea comprobar qué tal funcionaba. Nunca pensó que fuera a hacer diana. Pasó muchos meses después maldiciendo su buena puntería.

Después del disparo, vio desplomarse a Juan y creyó que lo había matado. Soltó la escopeta y se encerró en el baño a perpetrar su mejor imitación del niño autista oscilante. El destino quiso que a los dos días del incidente Juan se fuera dos semanas de campamento. El no verle por el barrio hacía que sus temores crecieran pero el miedo no le dejaba preguntar por él. Era un asesino y eso sería incriminarse.

Cuando por fin Juan volvió y le vio en el parque, se terminaron los días más angustiosos de su vida. Nunca hasta el día del encuentro fue capaz de reunir el valor suficiente para confesar y por eso dejaron de ser amigos.

Y ésta, amiguitos, es la lección de hoy: si creéis que habéis matado a alguien, nunca confeséis. Es mejor perder a un amigo que pasar la infancia en un correccional.

4 comentarios:

elhombreamadecasa dijo...

Me ha encantado esta historia. ¿La moraleja sigue sirviendo cuando somos mayores? Lo digo porque uno nunca sabe lo que le puede pasar.

Por cierto, con tu blog se me ha abierto la página de una clínica que te pone pelo nuevo. No me ha gustado nada de nada. No está bien hacer leña del árbol caído ni mencionar la soga en la casa del ahorcado.

Inverosímil dijo...

Gracias! La realidad, que a veces es la mejor ficción.

La moraleja para mayores es más importante todavía. Cambia correccional por presidio y tu decisión estará clara.

Siento lo del anuncio. De hecho lo odio bastante. Lo mismo te anuncia pelo nuevo que conexiones a internet o servicios de personal shopper. Yo tampoco sé cómo tomármelo. ¿Sabes cómo se puede evitar?

Y por último, ¿sabes si tu hermana al final va a tener programa? Ahora las mañanas son un infierno.

eduardoritos dijo...

Sra. Inverosímil, no he podido por menos que recomendar la lectura de este post en mi facebook.
No temas, no va a haber una lectura masificada que cuelgue el servidor de blogger, ya que solo tengo a 12 personas agregadas (estoy buscando conseguir el record guiness de perfil de FB con menos amigos).

Gracias por tu esfuerzo en hacernos felices por medio de la risa.

Inverosímil dijo...

Muchas muchas muchas gracias!

Llevaba muchos días en barbecho y con los ánimos me he acordado de unas cuantas historias que contar.

Los amigos de Facebook... a mí lo último que trajeron fue un virus. Pero también los hay majos.